Una reflexiòn desde la filosofía polìtica.
Oscar Mejía Quintana*
Resumen
Este ensayo explora, desde el contexto socio-económico que enmarca la actual situación política en los países latinoamericanos, en especial los de la región andina, el vórtice del proceso de cambio generado por el hegemón neoliberal. A partir de allí se evidencian los conflictos que ello ha generado en nuestra geografía cultural y de qué forma esto puede ser interpretado desde la reflexión política nativa. Teniendo como fundamento la filosofìa polìtica de John Rawls, como un alternativa potencial de reconciliación política y social, el ensayo señala la necesidad de una pedagogía de la justicia social, la ciudadanía democrática y la democracia deliberativa, donde se inscribe explícitamente la reflexión sobre los valores adecuados a ello. Para plantear, finalmente, un programa mínimo de derechos humanos que concrete esa nueva pedagogía política.
Introducción.
Como Victoria Camps lo ha señalado [1] , la filosofía moral parece haber devenido la filosofía primera de la época contemporánea que, en todo caso, podemos denominar postmoderna, al menos en el sentido heurístico del que habla Hans Küng [2] . Pero la filosofía moral no se ha convertido en tal sino por sus proyecciones socio-políticas. Es, como diría Rawls, menos por su carácter de filosofía práctica pura y más por el de filosofía práctica aplicada que ha podido adquirir tal dignidad, sin duda compelida por las circunstancias históricas que asi lo exigen.
La filosofía primera debe entenderse como filosofía política y jurídica pues es allí donde se confrontan y resuelven los conflictos que la filosofía moral sólo puede plantear, sin lograr definir una alternativa viable a los enfrentamientos que en su seno se expresan. Lo cual se hace particularmente evidente en la teoría de la democracia y el derecho, por décadas patrimonio exclusivo de la ciencia política o el iusnaturalismo y el positivismo legales, y cuyos imperativos sistémicos le han impuesto a las diversas concepciones dominantes sesgos funcional-estratégicos que han extraviado el sentido normativo que tal dominio debería tener, en todo caso, en un mundo desgarrado y polarizado por diversas concepciones omnicomprensivas del bien.
Lo cual conduce, necesariamente, al problema de los sistemas políticos y, en particular, al de la democracia concebida como problema filosófico, es decir, al sentido que el derecho en un sistema tal puede tener como vehiculo de integración y cohesión social de una sociedad polarizada y la fundamentación que sus presupuestos y procedimientos deben connotar para ser legítimos y moralmente válidos.
Esta fundamentación moral de procedimientos y presupuestos que la democracia terminó por subsumir inspirándose, fundamentalmente, en la tradición contractualista de Hobbes, Locke, Rousseau y Kant, constituye sin duda un problema central en la consideración filosófica de ambos. De allí se deriva una segunda problemática que ha ido tomando cuerpo en nuestro medio: el papel de la cultura en los procesos socio-políticos (en el sentido más amplio y honroso del término) y la proyección de estos ámbitos en la promoción y respeto de los derechos humanos.
El presente ensayo busca precisar los términos generales de esta discusión desde los cuales justificar una investigación sistemática de la misma que permita desprender, desde la filosofía práctica pura que tal consideración entraña, elementos puntuales para la filosofía práctica aplicada, que tanta urgencia tiene para el orden del día en nuestro conflictivo país.
En ese orden, se abordará primero el contexto socio-económico que enmarca la actual situación política en los paises latinoamericanos, en especial los de la región andina, mostrando de que manera nos encontramos en el vórtice de un proceso de cambio determinado por el hegemón neoliberal. Segundo, se explorarán los conflictos que ello ha generado en la geografía cultural de paises como el nuestro y de qué forma esto puede ser interpretado desde la filosofía política y tiene que tener, aparentemente, una solución desde el ámbito político-jurídico. Tercero, teniendo como fundamento la filosofìa polìtica de John Rawls como alternativa potencial de reconciliación política y social, se mostrarà la necesidad de una pedagogía de la justicia social, la ciudadanía democrática y la democracia deliberativa. Finalmente, se planteará un programa mínimo de derechos humanos que pudiera ser tenido en cuenta por las partes en conflicto para el respeto de la población civil.
1. Marco Político y Social.
1.1. Proceso de Racionalización Occidental.
A partir de los planteamientos de Max Weber sobre los procesos de modernización de la sociedad europeo-americana, Habermas ha mostrado [3] que estos no pueden ser circunscritos exclusivamente a Europa y Estados Unidos, sino que comportan elementos comunes al desarrollo del capitalismo en el mundo entero. El proceso de racionalización occidental se caracterizó por dos factores. En primer lugar, se produjo un desencantamiento de las cosmovisiones tradicionales del mundo, con el cual las antiguas imágenes cosmológicas (religiosas, metafísicas, socio-políticas, estéticas) sufren un proceso de horadamiento, perdiendo su poder vinculante y cohesionador. Estas cosmovisiones son reemplazadas por una "ética del éxito" que destruye las normas, valores y tradiciones que hasta entonces regulaban las relaciones sociales, convirtiendo el dinero y el poder en medios de relación intersubjetiva, y sometiendo a la sociedad a los imperativos derivados de la planeación racional y la competencia y consumo capitalistas.
En segundo lugar, se produce una materialización de lo que Habermas denomina la "acción racional con arreglo a fines", propia de la organización industrial, en "sistemas de acción racional con arreglos a fines". Ello gracias a un proceso de racionalización del derecho en el cual este deviene el "medio organizador" que posibilita la institucionalización vinculante de ambas instancias, asi como su diferenciación y autonomización de otras esferas de valor, por intermedio de un sistema jurídico desacralizado y técnico, que busca garantizar y legitimar la planeación estratégica, tanto en la sociedad como en los individuos que la componen.
La descomposición de la sociedad tradicional [4] que con ello se genera, debido a esta racionalización social y cultural que se produce en todos los ámbitos de la sociedad (cognoscitivo-instrumental, práctico-estético y ético-moral) origina un cambio cualitativo en el carácter de la sociedad, caracterizado por los siguientes aspectos:
- hundimiento del Estado interventor, lo cual conlleva a que el Estado deje de regular dominios no estratégicos de la vida económica, dejándolos en manos de los particulares; la
repolitización del marco institucional, en términos de una resolución tecnocrática de los problemas sociales, sin participación efectiva de la comunidad; y una nueva legitimación del dominio político, sin recurrir a la presión represiva ni apelando a las antiguas tradiciones político-culturales disueltas;
- consolidación de una ideología científico-tecnológica, la cual impone una lógica del progreso técnico a la sociedad; la disociación de su autocomprensión convencional, a partir de la deslegitimación de sus sistemas de referencia comunicativa (tradiciones vinculantes) y sus conceptos de interacción simbolicamente mediados (valores y símbolos constitutivos); y, por último, la fundamentación de la legitimidad en una conciencia tecnocrática, la cual se presenta como neutra y no-ideológica ni politizada, que garantiza asi la pureza racional-estratégica del proceso técnico de planeación social, sobre el que la comunidad no puede tener ninguna incidencia efectiva.
1.2. Estado, poder y legitimidad.
Con el fin de poner en contexto los cambios producidos en la economía actual del poder, es prudente hacer una breve panorámica del mismo, desde el nacimiento de la época moderna. Con Maquiavelo, el humanismo renacentista transforma el concepto teológico-medieval del poder, que derivaba este del ordenamiento jerárquico del mundo, inferido de la visión religiosa del cristianismo dominante. Maquiavelo seculariza tanto el concepto como el análisis del poder, si bien lo concibe todavía monoliticamente, encarnado en la figura del principe y la institución que este representa.
Esta concepción monolítica del poder será rota por Montesquieu y su teoria de la separación de poderes. Solo el poder que controla al poder garantiza la libertad y la justicia entre los hombres, gracias al equilibrio impersonal de los poderes separados, que entre si se fiscalizan. Esa teoría, que la democracia terminará haciendo suya, y que despoja al poder de sus atributos autoritarios para cercarlo de controles y someterlo al poder del derecho, derivado de la voluntad popular, será durante el siglo XIX desmitificada por Marx. El Estado, lejos de ser la encarnación de la Idea, es el instrumento de la burguesia para asegurar la supervivencia de la formación económico-social capitalista y el poder es ejercido para garantizar, económica, política e ideologicamente, que esto sea asi y no de otra manera.
A pesar de este aparente desenmascaramiento del estado ideal hegeliano, la concepción monolítica del poder vuelve a ser restituida y aquel deviene el nido del poder burgués, groseramente esquematizado por los aportes posteriores de Engels, Lenin y Stalin quienes asfixian el análisis de la sociedad en la disyuntiva entre explotación o revolución. Tal concepción del poder, en el marco de la teoría marxista, no fue sustancialmente enriquecida hasta que Poulantzas [5] , en la Francia del 68, mostró de qué manera se había producido una complejización del Estado democrático capitalista. La dialéctica del poder habia sufrido un cambio cualitativo y el Estado burgués permitía ahora, a su interior, un juego de iniciativas institucionales a cargo de las diferentes fracciones de la burguesia que componian el bloque en el poder e, incluso, de clases diferentes que hicieran parte de aquel. Pese a que ello desmoronaba el esquema ortodoxo, de cualquier manera el marxismo había terminado reviviendo, teórica y practicamente, elementos pre-modernos de la concepción del poder, que el estalinismo se encargaría de poner en toda su dolorosa evidencia.
Como Foucault lo mostró a lo largo de sus investigaciones, tanto la estructura del Estado como, consecuentemente, la del poder, ha cambiado sustancialmente en los últimos cincuenta años. En un simposio en la Universidad de Vincennes, varios años antes de morir [6] , definió esos cambios como un replanteamiento estructural del Estado Providencia y, con ello, el surgimiento de un Estado cualitativamente diferente y, por consecuencia, una nueva economia del poder.
Esta reestructuración se hacia manifiesta en un repliegue aparente del Estado caracterizado por los siguientes elementos:
ampliación del margen de tolerancia del Estado en zonas que no eran claves para la supervivencia del sistema;
ubicación de áreas estratégicas donde el Estado no permite la más mínima incidencia de la sociedad civil;
consolidación de un sistema de información que permite cubrir todo riesgo potencial sin necesidad de una vigilancia represiva permanente;
constitución de consensos estadísticos para legitimar sus decisiones a través de un manejo institucional de los medios de comunicación.
De esta nueva caracterización, derivaba Foucault, como es obvio, cambios decisivos en el ejercicio del poder, en la sociedad contemporánea. Foucault partirá de un cuestionamiento radical de los postulados convencionales sobre el poder para plantear cuales son sus nuevos parámetros en las sociedades contemporáneas. Los postulados que, a su entender, debían ser puestos en suspenso para lograr una reinterpretación adecuada del poder son:
postulado de propiedad, que considera que el poder es poseido por la clase dominante;
postulado de localización, que señala al Estado como el ámbito exclusivo del poder;
postulado de subordinación, que subordina el poder a un modo de producción específico;
postulado de modo de acción, que define a la coerción física e ideológico-política como instrumentos de dominación;
postulado de legalidad, que considera que en la ley se materializa el dominio del poder.
Dejando de lado estos argumentos, no para negar su validez, sino para no contaminar su análisis, enuncia entonces Foucault una serie de proposiciones que definen la nueva economia del poder en las sociedades postindustriales [7] :
el poder se ejerce a partir de innumerables puntos, en un juego de relaciones móviles;
las relaciones de poder son inmanentes a toda situación particular, micro o macro-política;
no hay matriz general del poder, sino que surge de acuerdo a cada circunstancia;
las relaciones de poder no son espontáneas sino intencionales, ejerciéndose siempre hacia miras y objetivos específicos;
el poder absorve la verdad y utiliza el saber -asi como el placer- como mecanismo de control [8] .
La red de poderes que, como vectores invisibles, entrecruza la sociedad, tendrá como fin principal la interiorización del orden institucional con vistas a conformar una sociedad disciplinante y disciplinada. Este proyecto de dominación, masivo, permanente y homogéneo, ya no amenaza de muerte sino que gestiona la vida, ejerciéndose como anatomía política del cuerpo humano y bio-política de la población, a través de una vigilancia jerarquizada, un cuerpo de sanciones, procedimientos de selección y una disciplinización del sexo y la sensibilidad que nos convierte en sujetos predispuestos al dominio.
Esta reconsideración del poder, aguda y punzante, será complementada por otros autores en diferentes sentidos. Roland Barthes lo definirá como un organismo trans-social, ligado a la historia del hombre, que no se encuentra solo en el Estado sino que se desliza en las cuestiones sutiles y cotidianas de la vida, incluso en los mismos impulsos liberadores que intentan cuestionarlo [9] . El poder se presenta, desde esa perspectiva, como un elemento plural en el espacio y perpetuo en el tiempo histórico, que Barthes califica como una líbido dominandis la cual, a través del lenguaje, se reproduce y multiplica por el tejido social. Ante ello la alternativa que nos queda es la literatura como espacio del despoder, donde la dimensión utópica nos permite tomar la distancia necesaria para relativizarlo y, cuando es necesario, incluso desplazarse y abjurar de esa verdad que el poder termina utilizando para someternos.
Elias Canetti [10] sin duda realiza una de las aportaciones mas singulares a esta reinterpretación del poder que, desde Foucault, se iniciara en torno al tema. Las entrañas del poder son exploradas por Canetti desde una óptica que desbordaba la consideración socio-política convencional, hundiéndose en las raices del mismo y mostrando cuales han sido los símbolos, instrumentos y elementos que desde siempre han caracterizado su ejercicio. Sin embargo, su aporte decisivo a este debate, sin duda viene representado por su análisis del secreto, como médula del poder, y de la orden, como causa eficiente -en terminos aristotélicos- del mismo. Donde hay secreto hay poder. El conocimiento de algo y el desconocimiento de ello determina la relación de dominio entre las partes. La información que alguien posee lo coloca en situación de ventaja frente a quien no la posee. La dominación, individual y social, se estructura a partir de lo que alguien o alguna clase o sector sabe, y lo que no saben los demás. La dinámica que desde ello se genera constituye la esencia misma del poder que, con nuevos mecanismos, no hace sino reproducir las prácticas primitivas que desde entonces han definido su ejercicio.
J.F. Lyotard [11] ofrece elementos adicionales para complementar esta nueva caracterización. La sociedad postindustrial se define por una utilización informatizada del saber y quien lo detenta y manipula ejerce su dominio sobre el resto de la comunidad. Este saber informatizado, de carácter global y sistemático, tiene como principal objetivo su propia legitimación, la cual logra por medio de un triple procedimiento, a saber: deslegitimación de los saberes narrativos (saberes parciales y particularizados como la filosofía, la religión, la estética, la política, etc.); autolegitimación de sí mismo por la performatividad, de facto, del sistema que con ello somete la verdad a los criterios técnicos y la investigación y la enseñanza a los poderes tecnológico-políticos; y, finalmente, la paralogía, por medio de la cual el consenso social es desechado y reemplazado por un estímulo estructural a la tensión y el disentimiento, como mecanismos para alcanzar un mejor rendimiento del sistema.
El poder que se deriva de este saber es encarnado por una tecnocracia ejecutiva que todo lo sabe y todo lo decide, de acuerdo a imperativos técnico-científicos, supuestamente neutros y, por lo mismo, incuestionables, que no pueden ser democraticamente considerados por la población, imponiéndose de esta manera como decisiones técnicas, sin "contaminaciones" políticas. Ello por medio de consensos artificialmente inducidos gracias a toda la bateria de medios de comunicación acríticos e institucionalizados que respaldan la acción del sistema [12] .
Este último elemento es decisivo para una correcta interpretación de la sociedad y las características del poder en la sociedad postmoderna. Gianni Vattimo [13] ha señalado en sus investigaciones que el rasgo verdaderamente distintivo del mundo postindustrial reside en el papel determinante de los Mass Media a su interior. Gracias a estos, la sociedad se presenta como una "sociedad transparente", por lo que se considera, en principio, el manejo libre y abierto de la comunicación masiva. Sin embargo, esta sociedad postliberal que se auto-etiqueta como transparente por la libertad de información que a si misma se permite, esconde, realmente, un manejo discrecional del flujo de la comunicación social, lo cual relativiza el carácter democrático con que el sistema se autodefine y autolegitima y que, de hecho, somete la sociedad a una dominación sutil y sesgada.
Habermas [14] coincide con el sentido de estos argumentos cuando reconoce de que manera los medios de comunicación, en la sociedad de masas, se han convertido en los instrumentos por antonomasia del control social, al adueñarse por entero del lenguaje comunicativo cotidiano, neutralizando los contenidos críticos de la cultura y "encasquetando" al individuo y la comunidad en una conciencia estereotipada y pasiva. La abolición de la distancia crítica con la que Fredric Jameson caracteriza a la cultura postmoderna, refuerza y redondea, en idéntica dirección, los anteriores planteamientos [15] .
1.3. Ideología y control.
En este punto, vale la pena explorar un concepto intimamente relacionado con el del ejercicio contemporáneo del poder, cual es el de ideología, planteado por Marx -aunque ya en la "alegoría de la caverna", de Platón [16] , puede encontrarse una extraordinaria descripción de la misma- y que el marxismo, más que otras corrientes, se ha encargado de profundizar y, a través del cual, se empata con la teoría de la cultura. Sin caer en las posturas dogmáticas del marxismo ortodoxo, es interesante retomar al respecto los planteamientos de Poulantzas [17] y Althusser [18] sobre el particular. Para el primero la ideología, como conjunto de creencias, valores y prácticas, con coherencia relativa, proporcionan al individuo un horizonte de sentido que da cohesión imaginaria a su vida, ocultando las contradicciones, subjetivas y objetivas, tanto de su situación particular como socio-política.
El concepto de ideología llega a ser tan amplio que se identifica, practicamente, con un modo de vida y, en un sentido más preciso, con la experiencia vivida del individuo, abarcando así todas las facetas vital-existenciales de su persona. La ideología, pues, no hace referencia solamente a las concepciones doctrinarias que un sujeto pueda esgrimir sino a la totalidad de lo vivido humano, integrando y consolidando a la sociedad como el cemento y la manposteria a la estructura del edificio social, para retomar la clásica metáfora marxista. En el marco de la crítica estructuralista a la categoría de sujeto, Althusser retoma la problemática de la ideología, enriqueciéndola con varios elementos. En primer lugar, esta no tiene solo una existencia ideal sino material: existe en una práctica específica al interior de lo que denomina aparatos ideológicos de Estado (familia, escuela, iglesia, medios de comunicación, etc.) que son los instrumentos a través de los cuales la ideología se transmite y en los cuales se reproduce.
Pero esto no define sino el ámbito donde la ideología se hace presente y no aclara cual es su función socio-política. Aqui es donde Althusser enuncia sus tres tésis sobre la ideología, que desnudan el carácter de ésta y los alcances que, desde el poder, posee como instrumento de control colectivo. La primera es de que toda práctica tiene lugar por y para una ideología; la segunda es que toda ideología se realiza por y para sujetos; y la tercera -y decisiva- es que el objetivo de la ideología es convertir a los individuos en sujetos.
Esta caracterización de la ideología, válida para cualquier sistema social, precisa los planteamientos de Foucault sobre la interiorización de la dominación en la sociedad contemporánea. La ideología, al sujetivizar al individuo, junto con una serie de pautas de convivencia social, a todas luces necesarias, inculca en él, simultaneamente, un respeto acrítico al orden dado, a las jerarquías establecidas, a los imperativos del sistema, cercándolo con una muralla de creencias, valores y actitudes ideologizadas que no le permiten otra opción personal que la de asumir el estado de cosas sin mayores cuestionamientos, como parte de un hecho más de su rutina diaria.
La vigilancia ya no se ejerce desde el exterior sino desde el superego del sujeto, en lo que Wilhem Reich [19] calificó como la coraza caracterológica que determina la psicología de todo individuo, ejerciendo sobre él presiones que, cuando dejan de ser controladas por el yo, originan la aparición de patologías neuróticas, esquizóides o, en los casos extremos, esquizofrénicas de la personalidad. Con la ideología, pues, el poder es interiorizado y desde ella se levanta -parafraseando a Kant-, no el "yo pienso", sino el "panóptico disciplinante" que acompaña todas nuestras experiencias.
1.4. Cambios en la sociedad latinoamericana.
Pese a sus diferencias, el capitalismo se ha desarrollado como un sistema global, introduciendo en los paises del Tercer Mundo características comunes a las sociedades industriales avanzadas. Es lo que algunos autores han denominado la "ley del desarrollo desigual y combinado" que caracteriza su evolución planetaria desde el comienzo mismo de su aparición [20] . La caracterización de la sociedad latinoamericana responde todavía a paradigmas de interpretación tradicionales que no alcanzan a comprehender la reestructuración total que en ella se ha producido. Los esquemas empiristas continuan dando razón de transformaciones sectoriales sin captar el cambio total que se ha producido a su interior y su articulación definitiva al marco de una economia mundial.
Toda una serie de datos evidentes permiten deducir la extensión de este cambio en el carácter de la misma, para cuyo análisis sirven los elementos expuestos anteriormente. Tal renovación puede sintetizarse de la siguiente manera:
- el proceso de modernización vino caracterizado por una interiorización progresiva de la acción racional con arreglo a fines en el individuo y la creación de sistemas de acción racional con arreglo a fines, en los niveles macro y micro político-económico, con las adaptaciones consecuentes del aparato productivo, estatal y jurídico-legal;
- este proceso generó una crisis ético-cultural por el debilitamiento paulatino que produjo en la visión cosmológica convencional a nivel de los símbolos, valores y tradiciones religioso-metafísicos, estético-vitales y socio-políticos dominantes, los cuales posibilitaban una interpretación unitaria de lo real-humano y un marco común a la comunicación intersubjetiva de la comunidades;
- a partir de ello surge una ética del éxito (sin ningún tipo de justificaciones religiosas) y un modelo de organización orientado al cálculo racional, los cuales entran a determinar los parámetros de vida a nivel personal, social y cultural, supliendo mecanicamente el vacío generado por el desmoronamiento de las imagenes tradicionales del mundo;
- ello va acompañado por el hundimiento del modelo de Estado Interventor, la crisis del marco institucional convencional y la aparición de un nuevo tipo de legitimación política con fundamento en una ideología científico-tecnológica que se presenta como neutra, renovadora y no politizada;
- el dominio de clase se mimetiza en la planeación técnica que opera a través de la doble táctica de delegar funciones no esenciales en la comunidad y guardar para uso exclusivo de los organismos de planeación económica las decisiones estratégicas sin discusión ni control democrático;
- se introduce, como característica estructural, un manejo discrecional de los medios de comunicación cuya función crítico-fiscalizadora queda relegada a cuestiones marginales, autoconcibiéndose como soportes institucionales del Estado y el equilibrio social y evitando la discusión abierta y democrática de problemas neurálgicos de la sociedad, la cual es reemplazada por consensos estadísticos que se presentan como la opinión libre y generalizada de la comunidad;
- el sistema de enseñanza, en todos sus niveles, es sometido a los imperativos económico-tecnológicos de la planeación estratégica, supeditando con ello la crítica intelectual a los recursos de investigación disponibles, ejerciendo sobre ellos, de hecho, una censura directa;
- en este marco, los movimientos alternativos sufren un proceso de deslegitimación ideológico-política progresiva que los conduce a una integración al orden institucional o, de lo contrario, a una marginación definitiva de lo legal-social;
- simultaneamente van apareciendo un sinnúmero de sub-culturas paralelas, de corte mesiánico-religioso o estético-anarquista, como expresión de descomposición cultural e impotencia política.
Todo esto evidencia un cambio radical en el cáracter de la sociedad latinoamericana que, en el marco de una formación económico-social dependiente, poca relación guarda con la caracterización que de ella se hiciera a comienzos de la década de los 50's y los análisis que posteriormente se desprendieron de las interpretaciones sociológicas y políticas de entonces.Las tareas que pueden plantearse desde la filosofía política han variado por esto sustancialmente. La cualificación del ejercicio del poder y su influencia en la conformación de las estructuras de la personalidad, la sociedad y la cultura, obligan a una reconsideración total de los paradigmas de interpretación y las estrategias de humanización que desde ello deban proyectarse.
1.5. Reestructuración del proyecto democrático.
El proceso de democratización en América Latina, después de décadas de dictaduras, no ha permitido precisar las diferencias de la actual sociedad latinoamericana, el cambio sustancial en su carácter y el nuevo ejercicio del poder, a nivel mundial y subcontinental, que se está ejerciendo. Estos factores, que pretendieron ponerse de presente en la parte inicial de este escrito, determinan, necesariamente, la reestructuración del proyecto democrático en America Latina.
Esquematicamente, ya que ello daría pie para un tipo de interpretación adicional que no es el caso detallar aqui, las tareas estratégicas que deberían acometerse en América Latina para consolidar una democracia deliberativa, real y efectiva, y no formal y excluyente, como se está manifestando hasta el momento, podrían ser las siguientes, en el dominio de la sociedad:
- la inserción en la economía mundial no debe hacerse a costa de la desorganización de la producción industrial interna: la apertura debe ir aparejada, por lo mismo, con procesos de concertación social donde los diferentes actores sociales y políticos sean convocados y se amortigue, de esta manera, el costo inicial del ajuste;
- el ajuste estructural al mercado internacional genera, necesariamente, inestabilidad política, la cual solo puede ser contrarrestada si se la supedita a una expansión productiva y distributiva que permita compartir el costo social equitativamente entre todos los sectores productivos, y no exclusivamente sobre las clases medias y bajas, como viene haciendose;
- el neoliberalismo no tiene en cuenta que en las economias dependientes el mercado no puede, por si solo, ser el factor protagónico del equilibrio y la integración social; de allí que se requiera la consolidación de un consenso amplio y participativo que permita cohesionar a la sociedad en general en torno a unos objetivos mínimos de crecimiento nacional;
- la política de ajuste producirá, a mediano plazo, una situación de desequilibrio social; ello ocasionará que el estado se incline a aliarse con los sectores economicamente más poderosos, acelerando la tendencia de convertir la modernización del aparato estatal y la sociedad en un proceso socialmente excluyente, aunque el proyecto político se presente como democrático y participativo, lo cual exigirá incentivar una conciencia nacional que se oponga a ello y mantenga abierta a la participación democrática el rumbo del ajuste económico y político [21] .
Como es obvio, gran parte de los anteriores aspectos solo pueden ser asumidos en la medida en que se genere una conciencia crítica sobre la situación y, a partir de ello, se logre una discusión amplia sobre las orientaciones que se le pretenden dar al proceso. Ello depende, fundamentalmente, de la acción que pueda ejercerse, al respecto, en el dominio de la cultura, a saber:
- incentivar el análisis crítico de la realidad social y denunciar el sometimiento de las instancias intelectuales a la cultura instrumental del sistema;
- cuestionar el papel acrítico de los medios de comunicación y reclamar una información que transmita elementos de análisis desde la perspectiva de la comunidad;
- estimular la creación de espacios alternos de comunicación social desde los cuales los sectores sin voz recuperen la posibilidad de desarrollar una reflexión sobre sus circunstancias y desde los cuales proponer soluciones concertadas a sus problemáticas;
- desde estos mismos espacios, establecer canales de comunicación interinstitucionales que permitan lograr consensos dialógicos entre el Estado y la comunidad, superando el divorcio que entre estas instancias se viene acrecentando;
- requerir del Estado la desinstitucionalización de los medios de comunicación y propender por su autonomía frente a las presiones y manipulaciones que desde el poder se les hace, directa o sutilmente;
- desmitificar el papel neutro de la tecnocracia y propender porque las decisiones y ejecuciones macro y micro políticas de los organismos de planeación económica sean consultadas con la comunidad o, por lo menos, sean fruto de auténticos, y no manipulados, consensos democráticos;
- relegitimar, a través de mecanismos de reconocimiento crítico, los símbolos, valores y tradiciones socio-políticas constitutivas de la identidad particular de cada comunidad y, desde su autoconciencia, enfrentar la ideología unidimensional y tecnologizante que pretende imponerse como pauta cultural dominante;
- hacer eco a las reivindicaciones de las minorias (ecologistas, feministas, homosexuales, indigenas, niños y adolescentes, prostitutas, indigentes, etc.) en la convicción de que ellos representan los sectores más desprotegidos y discriminados de la sociedad latinoamericana;
- apoyar toda iniciativa de consulta política que devuelva a la comunidad la capacidad de fiscalizar e incidir en los organismos del Estado responsables de diseñar las políticas de servicios públicos;
- incorporar programaticamente los imperativos de autorrealización individual al discurso de reivindicaciones políticas;
- estimular la creación de una cultura política que promueva la tolerancia, el pluralismo y la democracia como parte sustancial de un política cultural que enfrente la transnacionalización de la cultura y el horadamiento de las culturas locales.
2. Tendencias Culturales.
2.1. Hermenéutica de la cultura.
Sin duda, uno de los primeros fenómenos a considerar en torno a la problemática de la cultura es, como consecuencia de lo anterior, la incidencia que el proceso de modernización ha originado al interior de las sociedades latinoamericanas. La modernización se revela como un proceso de desencantamiento de las imagenes tradicionales del mundo, las cuales proporcionaban una visión unitaria de la realidad a sus respectivas comunidades.
Esta visión unitaria, expresada en una serie coherente de símbolos, tradiciones y valores socio-culturales que daban fundamento a la identidad cultural de sus pueblos, progresivamente es reemplazada por una ética del éxito y una acción orientada a la planificación racional, originando con ello patologías de desidentificación colectiva y nacional. El poder y el dinero surgen como medios de intercambio intersubjetivo, originando el derrumbe del marco de referencia común y el empobrecimiento de la interacción comunicativa de las comunidades. Símbolos, tradiciones y valores comunes se ven horadados por una cultura unidimensional e instrumentalizadora cuyo principal objetivo es garantizar la funcionalidad del sistema.
Paralelo a ello, se produce el derrumbe del modelo de Estado interventor, lo que origina un cambio estructural de la sociedad en su conjunto manifestado en un manejo discrecional de los medios de comunicación, la desaparición de las instancias de reflexión crítica y la imposición sesgada de una ideologia científico-tecnológica que se autolegitima en la operatividad del sistema y deslegitima como falsos los saberes tradicionales que daban fundamento a la identidad colectiva de los pueblos.
El análisis de la cultura ha querido incorporar algunos de los elementos más significativos del discurso latinoamericano, sustancialmente enriquecido en la segunda mitad de este siglo. Conceptos de pluriculturalismo, unidad en la diversidad, derecho a la diferencia, han permitido superar parcialmente el maniqueismo, de izquierda y de derecha, que durante décadas determinó la acción -y la inacción- cultural en el país. En el marco del proceso de reestructuración estatal en que se encuentran empeñadas las democracias latinoamericanas se ha intentado diseñar una nueva estrategia en torno a la cultura que no ha logrado, sin embargo, concretarse. Empero, se ha avanzado bastante en la profundización de un concepto rector, que oriente los lineamientos futuros sobre los cuales pueda desarrollarse una política cultural minimamente congruente.
Este concepto parece ser el de la descentralización, el cual ha querido fundamentar la acción cultural en diversas direcciones. A nivel económico, incluyendo la cultura en los planes de desarrollo nacional y confiriendo recursos para la realización de programas locales. A nivel social, concibiendo mecanismos de concertación cultural donde tengan asiento los diferentes sectores. Y a nivel político, propiciando un espacio para la cultura que facilite la adopción de políticas culturales, micro y macro-sociales, con el apoyo del Estado y la empresa privada.
Pese a diferentes esfuerzos por precisar mecanismos y estrategias de acción cultural, lo cierto es que el análisis y la actividad de la cultura han dado muestras inequívocas de confusión conceptual y programática, sin duda por el sometimiento a los imperativos de reestructuración y privatización que el Estado ha querido imponer, sin permitir la asunción de posturas críticas frente al proceso y sin ninguna estrategia orientada al rescate y consolidación de la identidad cultural nativa.
A nivel conceptual, la interpretación de la cultura continúa sin dar explicación del proceso de racionalización cultural que se ha producido en las últimas décadas en América Latina, es decir, de la consolidación de una cultura de masas, acrítica e instrumental, que ha venido disolviendo las culturas autóctonas e imponiendo un modelo unidimensional y transnacional de cultura.
El concepto de cultura popular que durante un tiempo prosperó como paradigma alternativo a esa transculturación, terminó ahogándose en una defensa romántica y ahistórica de expresiones nativas cada vez más contaminadas y sujetas a la cultura de consumo dominante, sin explicar la deformación ideológica sufrida ni sus probabilidades potenciales intrínsecas de superación. De allí el rescate del "folclor" como expresión estereotipada y disecada de una cultura popular en trance de mercantilización y resimbolización para el consumo de las élites. Como consecuencia, no se ha logrado articular un concepto integral de cultura que la conciba como un proceso social, vehiculizado a través de diferentes momentos estructurales de producción y reproducción simbólica colectiva, en el marco de lo cual ubicar el papel de la acción cultural estatal, acorde a los imperativos específicos de su dinámica particular.
Así pues, en el contexto de esa racionalización cultural y de la horfandad conceptual en torno a la cultura, esta se presenta como la institucionalización de una cultura de expertos, divorciada de la realidad social, sin entronques ni mediaciones concretas y efectivas con amplios segmentos de la población. Las comunidades continuan estando totalmente marginadas de la cultura suntuaria dominante, dando pie a la aparición espontánea y caprichosa de sub-culturas populares híbridas, sin fundamento en el ethos cultural nativo y sin perspectivas frente a una identidad nacional por consolidar.
Todo este panorama tiene como consecuencia inmediata la consolidación de una cultura de élite, que sigue considerándose a sí misma como la expresión más decantada de la civilización universal, en detrimento del fortalecimiento de la identidad cultural nacional y de una democracia cultural efectiva y generalizada. Cultura de élite que adquiere, además, las connotaciones de una narco-cultura, en contextos como el andino, por ejemplo, que asume todos los valores de ostentación y consumismo que hace diez años se le criticaban a los nacientes sectores narcotraficantes.
2.2. Conflictos culturales en América Latina.
América Latina ha vivido una serie de conflictos culturales en los últimos treinta años que han ejercido una influencia determinante en la configuración de su ethos colectivo. Tales contradicciones, con diferencia de matices según cada país, ha caracterizado la dinámica de su proceso de identidad cultural, manteniendose todavía con las modificaciones propias a las nuevas circunstancias que el continente está viviendo.
Dada la vigencia de estos conflictos se hace necesaria su consideración, pues de ello depende la proyección de los imperativos de una estrategia cultural adecuada. Habría que aclarar que estos conflictos responden a una segunda etapa del desarrollo de la integración cultural latinoamericana, bastante avanzada en el subcontinente, y que logró en los conceptos de raza cósmica, mestizaje y unidad en la diversidad, a lo largo de este siglo, el fundamento sobre el cual se estructuró una identidad cultural homogénea (respetando las diferencias de cada país) en América Latina.
La segunda mitad de este siglo, sin embargo, presenta un cuadro completamente diferente en torno al problema de la identidad, que la narrativa latinoamericana cierra en su primer ciclo. A partir de la década del 60, la cuestión se plantea en términos distintos, si bien sobre la base de una identidad cultural latinoamericana común que ya pocos cuestionan. En otras palabras, la discusión no comienza de cero sino que asimila los elementos consensuales alcanzados, para iniciar así una reflexión más totalizante, que integraba factores y conflictos recientes.
La oposición más fuerte será la que se da entre cultura iconoclasta y cultura reformista. En el marco de la Guerra Fría que ya caracterizaba las relaciones internacionales en todo el mundo, la cultura revolucionaria se presenta como la alternativa a una cultura de sometimiento impuesta desde la Conquista y que tiene en la destrucción del sistema capitalista su razón de ser principal. Ante ello, toda posición mediadora se presenta como favoreciendo al régimen (en ese momento, en la gran mayoría de paises latinoamericanos, personificado por dictaduras de derecha) y, por ende, igualmente censurable.
El sectarismo político, el dogmatismo conceptual, la utilización excesiva de categorías ajenas a la realidad latinoamericana, y, finalmente, el desplome del socialismo autoritario, relativizan esta opción como alternativa cultural que, sin embargo, todavía es defendida por sectores radicales. Por el contrario, surge una cultura reformista, de corte pragmático, más fexible y mejor adaptada a las nuevas realidades que empieza a tomar fuerza en América Latina en la última década, si bien tras ella se esconden ciertas posiciones no menos rígidas, de corte neoliberal y autoritario.
Una segunda confrontación se presenta entre cultura transnacional y culturas populares. Algunos sectores del marxismo latinoamericano comprenden que es imposible transplantar mecanicamente las categorías marxistas -elaboradas para otras latitudes- a la investigación de la realidad cultural latinoamericana, con mínimas garantías de una interpretación correcta. Este cambio de enfoque indudablemente producirá un salto cualitativo en la reflexión sobre las culturas latinoamericana y locales, respectivamente.
Pese a que el concepto de culturas populares termina siendo utilizado politicamente, empobreciendo su capacidad interpretativa, se acierta en relación a que se está produciendo un fenómeno de transculturación que descompone las culturas nativas, imponiendo un modelo cultural desde la metrópoli a los satélites. Ello conlleva a reconsiderar el carácter de la cultura industrial moderna y revalorar el de las culturas nacionales (pese a todas sus inconsistencias), forzando un giro decisivo en el estudio de los símbolos, tradiciones y valores constitutivos de la nacionalidad y en la necesidad de concebir estrategias para preservar los mismos.
Por último, una tercera contradicción se mantiene entre cultura tecnicista y cultura humanista. Latente desde el siglo pasado, este conflicto ha experimentado diferentes etapas, para revelarse de nuevo como una contradicción determinante al interior de la cultura latinoamericana. La Colonia legó una tradición humanista polifacética y, en veces, incongruente, fundamento tanto de excesos de poder como de posiciones contestatarias, que culminaron en la Independencia. A mediados del Siglo XIX, la reacción criolla asumió el utilitarismo y el positivismo como filosofías del progreso social, renegando de esa tradición humanista, de origen colonial, que consideraban retórica e inefectiva ante los nuevos retos que se le planteaban al subcontinente.
Desde entonces, esta dicotomía se ha mantenido y ahora vuelve a la palestra en términos de una ideología científico-tecnicista que busca legitimar los objetivos de crecimiento económico de Latinoamérica y una conciencia crítica que cuestiona sus planteamientos y que busca preservar la autenticidad de nuestra cultura frente al efecto homogenizador de la cultura de masas transnacional. De allí por qué se estén actualizando elementos de aquella tradición humanista para oponer a esa ideología neoliberal en ascenso -que, paradojicamente, se presenta como el fin de todas las ideologías- una visión integral de la cultura y la historia latinoamericanas que preserve y actualice el núcleo del ethos cultural latinoamericano.
En el marco de estas confrontaciones ha prosperado y perdura aún en nuestro medio una tipología de subculturas patológicas, expresión del proceso de transición social y descomposición cultural en que nos encontramos y cuya presencia ha originado muchas de las manifestaciones disfuncionales de nuestra sociedad en los últimos treinta años. Allí se enmarcan las subculturas marginales, guerrillera y sicarial, dos expresiones diferentes que tienden a confundirse pero cuyo marco de origen y propósitos son sustancialmente distintos pese a ser identificadas con el mismo tipo de "procedimientos ilegales" y, por tanto, idénticas medidas de "profilaxis social". La primera es fruto, precisamente, del giro a la urbanización que ocasionó la descomposición creciente de amplias capas rurales. La segunda se produce al interior del proceso de urbanización acelerado e involucra no solo a sectores populares sino a capas de clase media abocadas a la pauperización y la perdida de sus niveles tradicionales de vida.
Paralelo a estos surgen subculturas fundamentalistas de corte fanático-religioso o neconservadurista, no tanto producto de la pauperización creciente, pues logran todavía mantener su nivel convencional de vida y acceder a cierta movilidad social, sino como expresión de la perdida de referentes ético-morales claros. Ello los empuja a asumir posturas mesiánico-míticas descontextualizadas, sin ninguna relación con valores y tradiciones socio-históricas vigentes, o a reivindicar tradicionalismos vacíos cuyos contenidos no logran resimbolizarse de acuerdo a las nuevas necesidades, profundizando con ello la confusión de valores de la que son directa consecuencia.
Por último, no puede desconocerse la aparición de subculturas extremistas de corte xenófobico o racista que, no por ser copias burdas y absurdas para nuestro medio de sus similares europeas o norteamericanas, deben ser subestimadas como expresiones potenciales de nuevos conflictos socio-culturales. La ascendencia de estas ideologías entre la juventud, especialmente, ávida de simbolos de reconocimiento colectivo y valores firmes de orientacion axiológica tiene allí su caldo de cultivo ideal para desarrollarse y generar con ello consecuencias similares a las que el país tuvo que enfrentar ya con el sicariato.
2.3. Cultura para la convivencia social.
La cultura en todo el continente se orienta cada día más hacia posiciones pragmáticas que requieren una resimbolización radical de las estructuras simbólicas convencionales, en todas y cada una de las esferas de incidencia específica que el dominio cultural posee. En otras palabras, estas perspectivas son igualmente válidas, como temáticas a desarrollar, al interior de las Artes, las Letras y la Tradición Oral que constituyen el acerbo cultural del país.Tales posiciones buscan, basicamente, apuntalar determinadas tendencias sociales y políticas que la sociedad latinoamericana han venido bosquejando y que precisan de un proceso de fortalecimiento cultural que permita su reconocimiento y asimilación en el ethos cotidiano de nuestros pueblos y el desarrollo de una cultura para la conviviencia social.
La cultura no puede continuar siendo una rueda suelta al interior de las sociedades y de sus pueblos. Sus objetivos deben circunscribirse a lo que las comunidades reconozcan como propio y los horizontes que, a partir de ello, se desprendan como inherentes a su tradición y a las tendencias objetivas de su desarrollo. La cultura surge del seno mismo de una población y no puede ser impuesta mecanicamente ni ofrecida como una mercancia: reconoce, interpreta y proyecta el sentir y el pensar más profundos y auténticos de una colectividad.
Varias tendencias se observan en América Latina, las cuales sugieren los lineamientos sobre los que determinadas políticas culturales podrían desarrollarse. En primer lugar se presenta una cultura para el pluralismo y la participación democrática. Ello hace referencia a rasgos distintivos que la sociedad latinoamericana ha asimilado en las últimas dos décadas y que no tienen que ver sólo con aspectos políticos sino con rasgos que sus pueblos han comenzado a reivindicar como co-sustanciales a su cotidianidad. El pluralismo cultural, social y politico, la tolerancia, el derecho a la diferencia, el respeto a la disidencia, la autodeterminación de los pueblos, de las personas y de las comunidades son características que se han incorporado al ethos cultural latinoamericano y que requieren de una consolidación definitiva en nuestro medio.
En segundo lugar se encuentra una cultura para la vida y la protección del medio ambiente. Simultánea con la anterior se observa la generalización de una conciencia y un sentimiento de respeto a la vida, no solo en sus manifestaciones socio-políticas sino, también y en gran medida, ecológicas. La vida como expresión humana y natural está siendo revaluada en todas sus dimensiones, prosperando una cultura orientada a la preservación de ella, tanto en su contexto económico-social y político como ambiental.
Por doquier es claro el compromiso de responsabilidad, tanto del Estado como de las comunidades, por garantizar sus condiciones de posibilidad, no solo a través de legislaciones y la creación de mecanismos institucionales, sino también y ante todo en la manifestación directa de las comunidades exigiendo respeto a los derechos humanos y adelantando campañas orientadas a crear conciencia sobre la urgente necesidad de preservación y mantenimiento del medio ambiente que nos circunda y nos da sustento.
En tercer lugar, habría que resaltar igualmente una cultura para la paz y la integración. Efectivamente, la violencia como opción y alternativa política ha caido en descrédito en Latinoamérica, si bien los excesos neoliberales tienden a revitalizarla con justificada causa. Los regímenes de fuerza, la subversión armada y los grupos paramilitares, rurales y urbanos, la doctrina de seguridad nacional y su reverso, la de la revolución mesiánico-comunista, son percibidos por la población como extremos que ya no convocan la solidaridad ni el apoyo popular.
Por el contrario, se generaliza una cultura pacifista, intimamente relacionada con el advenimiento de sistemas democráticos perfectibles, que ven en el respeto al Estado de Derecho la garantía para alcanzar los ideales de justicia social sin acudir a las vías de hecho. Esta tendencia se observa, igualmente, a nivel de los Estados latinoamericanos. La guerra como instrumento para dirimir conflictos entre naciones vecinas ha quedado superada: sin excepción, los gobiernos han preferido acudir a la solución negociada sin caer en las tentaciones de fuerza, tan seductoras a los antiguos regímenes militares.
2.4. El reto de la democracia.
Todo lo anterior refuerza la necesidad, planteada anteriormente, de conferirle una nueva dirección al proceso de democratización en América Latina, cuyo diagnóstico se evidencia a través de una serie de tendencias disfuncionales del actual proceso:
"Aquí no se trata solamente de analizar la(s) cultura(s) existente(s), sino de crear una cultura política democrática. Por poco que profundicemos los procesos de democratización, constatamos que la génesis de una cultura política democrática es uno de los aspectos centrales... Tanto el marco externo como la dinámica interna de América Latina están condicionados por la "lógica" capitalista. Sin embargo, cualquiera que se haya referido al estado o a las clases, sabe el carácter sui generis de la realidad latinoamericana. Ahora bien, si toda teoría ilumina algunas cuestiones y escamotea otras, en el caso de América Latina las dificultades son todavía mayores. Las concepciones y prácticas políticas que elaboramos en nuestros paises no pueden prescindir del debate político-ideológico en los centros metropolitanos; pero estos esquemas interpretativos, a su vez, tienden a distorsionar nuestros planteos de los problemas que enfrentamos" [22] .
A la sombra del hegemón neoliberal, alentado desde los centros de poder mundial, se proyecta un modelo de democracia funcional que poco tiene que ver con la democracia decimonónica y, mucho menos, con la apliación de los nuevos ordenamientos político-institucionales que tratan de ser construidos en este momento en América Latina y la región andina.
En ese marco, la "democracia participativa" se presenta, no como el modelo para ampliar la democracia representativa, en crisis en el mundo occidental, sino más bien como una nueva etiqueta para convalidar y legitimar las transformaciones en proceso, casi siempre aplaudidas por los sectores académicos e intelectuales, sin que sea evidente hasta donde son en verdad participativos los nuevos esquemas democráticos y si los cambios provienen de un clamor popular o son, una vez más, el disfraz de las élites andinas para mimetizar su centenario dominio sobre sus sociedades.
"La búsqueda de nuevas formas de hacer política, y la elaboración de nuevas concepciones de la política se insertan en un contexto internacional que podriamos denominar "cultura posmoderna". La pregunta es: en qué medida 1) la cultura posmoderna contribuye a generar una cultura política democrática que 2) sea capaz de responder a los problemas históricos de nuestras sociedades? Sin entrar en el debate acerca de la "posmodernidad" quiero señalar dos elementos del actual "clima cultural". Por un lado, expresa un proceso de desencanto, particularmente el desencanto de las izquierdas... por otro lado,... el surgimiento de una nueva sensibilidad" [23] .
El neoliberalismo ha querido identificar su espectro de cambios económicos y los ajustes superestructurales, político-jurídicos, requeridos para internacionalizar las economías latinoamericanas con un "nuevo" modelo de "democracia participativa" que, sin embargo, reduce la participación efectiva de sus sociedades en la medida en que, una vez más, se excluye a amplios sectores sociales de su participación en la discusión amplia y democrática sobre el macromodelo de crecimiento que está tratando de imponerse, reduciendo, de hecho, el modelo a una democracia de élites.
Retomemos el espectro de consecuencias económicas, sociales, políticas y culturales que relativiza al proyecto pseudomodernizador neoliberal, poniendo al descubierto la utilización ideológica y los alcances reales de su modelo de "democracia participativa" para legitimar una propuesta a todas luces restrictiva y excluyente [24] . De una parte, la inserción en la economía mundial se está haciendo a costa de la desorganización de la producción industrial interna: la apertura no está dándose paralela con procesos de concertación social donde los diferentes actores sociales y políticos sean convocados y se amortigue, de esta manera, el costo inicial del ajuste.
El ajuste estructural neoliberal al mercado internacional genera, necesariamente, inestabilidad política, la cual solo puede ser contrarrestada si se la supedita a una expansión productiva y distributiva que permita compartir el costo social equitativamente entre todos los sectores sociales, y no exclusivamente entre las clases populares y medias, como viene haciéndose.
De otra parte, el modelo neoliberal no tiene en cuenta que en las economías donde existen marcadas desigualdades sociales el mercado no puede, por sí solo, ser el factor protagónico del equilibrio y la integración social. De allí que se requiera la consolidación de un consenso amplio y participativo que permita cohesionar a la sociedad en general en torno a unos objetivos mínimos de crecimiento nacional, lo cual no se está propiciando para mantener la dirección unilateral y excluyente del proceso. La concepción del mercado como ente milagroso se presenta como un error estructural del esquema: en paises de economía dependiente tendría que ser orientado por el estado para ponerlo al servicio del desarrollo.
La lógica del ajuste se ha ido imponiendo a un gran costo social, produciendo un desplazamiento de funciones estatales al capital nacional y transnacional y las instancias tecnoburocráticas del estado, y generando un proceso de marginalización económica, social y política que profundiza los desequilibrios ya existentes.
Además de lo anterior, el análisis crítico de la realidad social, que es la instancia que permite generar conciencia sobre las incongruencias del esquema y plantear eventuales reorientaciones, tiende a ser neutralizado y marginado, sometimiéndolo a la ideología instrumental del sistema. Mientras tanto, el papel acrítico de los medios de comunicación se profundiza en la medida en que se produce un manejo y control institucional de los mismos por parte del estado, perdiendo su autonomía y su capacidad de transmitir elementos de análisis desde la perspectiva de la comunidad [25] .
La generalización del papel neutro de la tecnocracia desplaza las decisiones y ejecuciones macro y micro políticas a los organismos de planeación económica sin ser consultadas con las comunidades afectadas y legitimándose por consensos estadísticos, no democráticos. La despolitización de los actores sociales populares debería ser remediada con el apoyo a toda iniciativa de consulta democrática que devuelva a la comunidad la capacidad de incidir y fiscalizar a los organismos del estado responsables del diseño y ejecución de políticas económicas y de servicios públicos.
La identidad particular de cada comunidad se ve horadada por una ideología consumista y tecnologizante que se impone como pauta cultural dominante y que solo podría ser contrarrestada a través de políticas culturales que posibiliten una resimbolización efectiva de las culturas locales.
De alli que la reestructuración del proyecto democrático [26] no sólo estaría sujeta al reconocimiento de estos factores disfuncionales, los cuales pueden ser corregidos desde una visión neoestructuralista sin afectar sus características pseudomodernizadoras. Sino que se requeriría concebir y determinar un nuevo paradigma jurídico-político desde el cual acometer un proceso modernizador que integre a los diferentes actores en conflicto a un esquema común de reconstrucción económica, política y social donde todos tengan participación y protagonismo simétricos y efectivos.
En palabras de Lechner,
"Dicho en términos muy generales y tentativos, creo ver en la cultura posmoderna la expresión de una crisis de identidad. Ella refleja la falta o erosión de una articulación de los distintos aspectos de la vida social que permita afirmar la experiencia de un mundo vital común. Pues... no es la desarticulación o, para usar una expresión habitual, la "heterogeneidad estructural" uno de los grandes problemas históricos de la sociedad latinoamericana? No es precisamente la fragmentación del tejido social uno de los efectos más graves del autoritarismo?... Aunque se trata de fenómenos de desarticulación diferentes, estas experiencias distintas remiten a un problema político compartido: la elaboración de un marco de referencia colectivo" [27] .
Para concluir:
"Qué se desprende de lo anterior para la elaboración de una cultura política democrática en nuestra región?... [que] de la elaboración de tales criterios depende -en forma y contenido- qué política hacemos. Pues bien, creo que estos criterios no están determinados, incluso en aquellos paises en que existe un acuerdo sobre las "reglas de juego" constitucionales. Estas son necesarias, pero no suficientes para acotar el campo de lo politicamente decible/decidible" [28] .
Hay que aclarar que la crítica que hacemos no es a la democracia participativa como eventual modelo político alternativo, sin duda, superior al burocratizado y excluyente de la democracia representativa anterior. La crítica es a la utilización ideológica que ha hecho el neoliberalismo de su concepto, reduciéndola a una etiqueta con la cual justificar y legitimar su propuesta de un modelo de desarrollo macroeconómico, en nombre del pueblo y los sectores que más se ven afectados por sus medidas siendo, además, marginados de la discusión pública y democrática sobre lo que él significa y las consecuencias que trae para la sociedad en su conjunto.
"No hay que llegar al extremo del neoliberalismo, pero su ofensiva ya no solamente contra la intervención estatal, sino contra la idea misma de la soberanía popular es un signo de la época. Al cuestionar la construcción deliberada de la sociedad por sí misma no se cuestiona sólo a la democracia; se cuestiona toda la política moderna... mientras tanto, también los procesos de democratización se encuentran en un "compás de espera"" [29] .
Para llenar ese "compás de espera", sin lo cual la región estaría condenada a repetir su historia de dependencia y dominación elitista centenarias, es que se impone la imperiosa necesidad de un modelo normativo de democracia consensual-discursiva a partir de un paradigma jurídico-político donde la ciudadanía, entendida como el espectro heterogéneo de clases y grupos que integran una sociedad dada, sea sujeto estructural de su proyecto modernizador, de la discusión pública sobre la problemática económica, política y socio-cultural que la afecta y cuyo consenso sobre las macropolíticas públicas confiera la legitimación del orden jurídico-político existente.
O, desde la perspectiva de la filosofía política:
"La pregunta es hasta qué punto la comunicación puede trascender el contexto dado para recontextualizar, superar el ámbito de las opiniones y prejuicios, y proponer razonablemente consensos... La pregunta actual, ante las urgencias de la modernización, es si es posible conservar el propósito de lo razonable, sin confundirlo unilateralmente con lo estratégico, de suerte que a partir de la razón comunicativa se amplíe el sentido de racionalidad y la razón instrumental se comprenda como un modo de razón, coordinada sistémica y administrativamente" [30] .
2.5. El conflicto de concepciones de legitimidad.
Todo lo cual tendría que sintetizarse en un nuevo principio de legitimidad para cualquier modelo de democracia, en especial de democracia delibertativa: el de que toda acción del estado, para ser justificada y subsumida por la sociedad, debe ser el fruto de un consenso de consensos entre los diferentes sujetos colectivos que la componen y que ello se logra sólo gracias a un paradigma participativo del derecho que integra la discusión ciudadana al procedimiento legal como fundamento del consenso mínimo del que deben partir las disposiciones jurídico-constitucionales:
"Si los procesos de modernización de la economía y del estado amenazan con reducir la modernidad a mera racionalidad instrumental, es porque de la naturaleza del dinero y de la administración es el desarrollarse funcional y sistémicamente... Por ello una sociedad moderna requiere, además del desarrollo de su economía y de la eficacia de la administración, de la solidaridad entre sus miembros y hacia fuera, no sólo como fuente de legitimidad, sino sobre todo como fuerza renovadora del sentido de lo humano" [31] .
En una sociedad como la andina se encuentran hoy en día varios tipos de legitimación en conflicto: una legitimación tradicional, expresión de una sociedad y estado tradicionales y sus correspondientes clases de apoyo, según la tipología weberiana, y cuya visión iusfilosófica correspondiente oscila entre el neoiusnaturalismo premoderno, el positivismo lógico-formalista kelseniano, el comunitarismo paleo y neoaristotélico y la herméneutica jurídica de corte perelmaniano-gadameriano; una legitimación funcional-procedimentalista, expresión de burocracias tecnocrático-estatales, que ha encontrado en el revisionismo positivista kelseniano y la filosofía analítica del derecho, en su linea wittgesteiniana, el apoyo iusfilosófico para su proyección social; una legitimación modernizadora, expresión ahora de las reformas neoliberales emprendidas en el subcontinente, cuyo correlativo iusfilosófico puede encontrarse en el iusutilitarismo y la filosofía analítica del derecho, en su linea hartiana, y una mezcla ecléctica de teorías actuales donde sobresalen lecturas muy sesgadas de Dworkin, Rawls y Habermas, entre otros; una legitimación material, expresión de clases y subculturas al margen de la institucionalidad (guerrilla, sicariato, delincuencia, minorías marginales, sectores urbanos desplazados, clases medias en proceso de proletarización, enfin, el "país nacional") que encuentra su fundamentación iusfilosófica en el marxismo estructuralista (Marx, Foucault y el postestructuralismo francés) asi como en disciplinas sociales colindantes al derecho.
Este conflicto de legitimidades, de lo cual lo anterior no es -de nuevo- sino una tosca tipología con fines ilustrativos, es la expresión estructural -Marx diría superestructural- de un conflicto de sociedades, de preformas y formas socio-jurídicas [32] , de clases sociales en pugna al interior de un conglomerado que no logra definir un consenso mínimo, ni sobre los contenidos ni sobre los instrumentos, desde el cual rehacer el lazo social desintegrado o el contrato social resquebrajado [33] .
En Colombia, como un laboratorio social del área andina y Latinoamerica entera, coexisten -no se puede decir que conviven- las realidades descritas anteriormente y sus correspondientes esquemas de legitimidad, autocomprensión conceptual y proyección teóricas. Coexisten en medio de una tensión polarizada donde cada vez es más clara la urgencia de un elemento de integración social en el que todos puedan creer sin renegar de sus propias contextos de existencia, tradiciones de vida y patrones de cultura.
Solo un andamiaje jurídico-procedimental flexible y participativo que concilie las diferentes perspectivas de legitimación pre-jurídicas y jurídicas, determinado por un nuevo paradigma del derecho que permita contener -a través de un procedimiento de consensualización- todos esos impulsos en la concreción de los consensos normativos mínimos de convivencia ciudadana y donde la legitimidad resida en el espectro de la opinión pública (es decir, en la perspectiva integrada de la totalidad de actores en conflicto) y no en los procedimientos momíficados, podría permitir que de la coexistencia violenta se pasara a la convivencia pacífica.
Es en ese orden donde la teoría de la justicia de Rawls y su planteamiento contractual puede aportar algo en la dirección de problematizar, al menos, un paradigma consensual del derecho y la política que sirva como marco normativo de concepción, creación y ejecución de formas jurídicas del estado de derecho en una democracia deliberativa.
Y convencerse, con Adela Cortina, de que la razón filosófica, como lo estableciera la filosofía kantiana del derecho, se resuelve sólo como razón jurídica:
"... la razón filosófica no es un órgano receptivo, sino una instancia que establece espontáneamente el derecho a nivel cognoscitivo... Por ello,... las metáforas kantianas de tipo jurídico-político no constituyen meras analogías, sino que la razón filosófica es para Kant razón jurídica [el subrayado es mío]... Lo bien cierto es que la deducción trascendental... está diseñada según un modelo jurídico" [34] .
3. Pedagogia de la Justicia Social y la Democracia Deliberativa.
3.1. Justicia como paideia social.
La filosofía política de John Rawls tiene un objetivo político fundamental: superar el conflicto que ha desgarrado a la democracia concibiendo al ciudadano como persona moral capaz de argumentar como ser autónomo, libre e igual [35] . Este conflicto ha sido el que se ha presentado entre dos tradiciones, sostiene Rawls: la de la libertad, a partir de Locke, y la de la igualdad, a partir de Rousseau. La primera prioriza las libertades cívicas (pensamiento, conciencia, propiedad), y la segunda las libertades políticas, subordinando las primeras a estas últimas [36] .
El punto de superación de esta dicotomía puede plantearse a partir de una interpretación de la libertad y la igualdad congenial con la de persona moral. La justicia como imparcialidad persigue ello tratando de articular esta concepción de persona moral con la de sociedad a través de un procedimiento de argumentación moral. Esta última busca mediar entre las dos, conectando la persona moral que elige y discute los principios de justicia de una sociedad con el esquema de cooperación social que rige esa misma sociedad.
Las personas morales poseen, según Rawls, dos capacidades morales: la capacidad para poseer un sentido de justicia efectivo; y la capacidad para formar, revisar y perseguir racionalmente una concepción del bien. De estas se derivan dos intereses supremos: el de realizar sus facultades; y el de ejercer sus facultades, los cuales gobiernan la deliberación y la conducta en sociedad, con lo cual se garantiza que la moral no se quede a nivel abstracto. De ello se desprende un tercer interés de orden superior: proteger y promover su concepción del bien.
Toda sociedad democrática debe cumplir varias características: poseer una concepción pública de justicia; estar constituida por personas morales libres e iguales; y tener confianza en el sentido de justicia. La primera hace referencia a la necesidad de que la concepción de justicia esté abierta a la discusión de la ciudadania y haga parte de su vida social. La segunda, a que ello es posible porque el ciudadano es reconocido como persona moral y como tal ejerce y realiza sus facultades morales, una de las cuales es poseer un sentido de justicia efectivo. La tercera se entiende como la necesidad de que, fuese la que fuese, la sociedad mantiene y persigue un sentido de justicia como parte estructural de si misma. Si no se cree en la justicia sería inútil todo tipo de discusión sobre ella y toda eventual reforma o justificación institucional con base en lo que se considerara justo.
El papel preponderante de la persona moral se enfatiza al afirmarse que la condición de estabilidad de un sistema democrático no se logra por el equilibrio de las fuerzas sociales sino por que los ciudadanos afirman las instituciones por creer que estas satisfacen su ideal de justicia pública. La justicia debe entonces satisfacer tres niveles de conocimiento público pleno que requiere toda concepción de justicia social para asegurar el consenso necesario entre las personas morales, libres e iguales que la componen. Esos niveles de publicidad estarían definidos por la existencia de una estructura de principios públicos de justicia; la posibilidad de argumentación pública sobre esa concepción y estructura de la justicia; y el contraste de ello con las creencias generales sobre la justicia que la sociedad posee intuitivamente.
Es en el marco de una sociedad que satisface estas condiciones de publicidad y argumentación pública sobre la justicia, donde la persona moral, libre e igual, como ciudadano en libertad e igualdad, se constituye en fundamento de realización del sentido de justicia y, por ende, del sistema institucional mismo. La libertad ciudadana es definida a partir del reconocimiento de la persona como fuente auto-originante de pretensiones; y la igualdad ciudadana en cuanto todos los ciudadanos son igualmente capaces de entender y ajustar su conducta a la concepción pública de la justicia y todos se conciben igualmente dignos de ser representados en cualquier procedimiento para definir principios que hayan de regular la sociedad.
La concepción neocontractualista asigna primacia a la estructura básica de la sociedad; no procede del caso particular sino que parte de un acuerdo colectivo, moralmente argumentado, sobre la estructura social. La condición de publicidad plena es vital pues gracias a ella se garantiza el papel social de la moralidad al lograr ciudadanos educados y conscientes de esa concepción de justicia y entrocarla como una concepción moral al interior de la cultura pública. Con lo cual, además, se establece el necesario horizonte educativo que debe comportar la moralidad y la justicia para hacerse plenamente efectiva.
El sentido de justicia de la ciudadanía se convierte en el garante de legitimación permanente del orden institucional. Desde ese sentido de justicia, concretado en principios de justicia, el ciudadano legitima o deslegitima la acción del Estado, en la medida en que ella satisface o no una estructura social equitativa. El sentido de justicia desborda el ámbito institucional y recae en la sociedad civil que es la que debe vigilar el cabal cumplimiento de la misma por parte del Estado. Toda transgresión estatal, o de cualquier grupo que atente contra esos principios, se convierte en fuente de deslegitimación o en la posibilidad de ejercer acciones institucionales alternativas que garanticen su adecuada realización.
3.2. La persona como fundamento de la democracia.
Una de las mayores debilidades de las democracias latinoamericanas ha sido la de pretender emular los logros materiales de las occidentales a costa del fundamento mismo de todo sistema social: la persona. Ello ha conducido a excesos y deficiencias pero, sobre todo, a una desvaloración del ciudadano como ser humano y, como contrapartida, a la sobredimensionalización de las instituciones económicas, sociales y políticas en detrimento del primero.
Es imperativo recuperar el concepto, la dignidad y el respeto de la persona como fundamento de la democracia. Ello supone enseñar a concebir al ciudadano como persona moral, cuyos atributos son la racionalidad, la autonomía, la libertad y la igualdad de los cuales se deriva su capacidad de argumentar libre, autónoma y equitativamente en todo contexto, sobre cualquier situación social que lo afecte y su derecho a ser reconocido como un ser capaz de dialogar razonablemente y a que sus opiniones sean tenidas en cuenta para la orientación de la sociedad.
Los mecanismos de participación ciudadana son inoperantes si el ciudadano como tal no se concibe a si mismo como persona moral, libre e igual, capaz de hacer parte activa, como ser racional y autónomo, de las decisiones que lo afectan directamente a él, a su comunidad y al país en general. De allí la necesidad de una pedagogía para la valoración del ciudadano como persona que lo haga reconocer su derecho moral para ser parte activa, en condiciones de libertad, igualdad y autonomía, de todas las discusiones que afecten la vida social en la perspectiva de lograr consensos argumentados y racionales.
Ello lleva aparajedo la concepción de justicia neocontractualista expuesta, que le enseñe al ciudadano a asumir los principios de justicia como el producto de un procedimiento de argumentación, constituyéndose estos en un mecanismo de consenso y concertación política y un criterio de legitimación de las estructuras sociales, siempre teniendo como fundamento la concepción del ciudadano como persona moral capaz de argumentar racionalmente sobre la situación que lo afecta.
La concepción neocontractualista de la justicia concibe al ciudadano como capaz de legitimar o delegitimar las instituciones sociales desde una perspectiva de "razonabilidad", haciendo de él el epicentro de la discusión argumentada sobre los principios que la rigen y estableciendo los procedimientos institucionales que permitan su participación dialogal efectiva en la dinámica de estas. La racionalidad moral se convierte así en racionalidad dialógica o comunicativa, propiciando la transformación de los imperativos morales abstractos en normas ideales específicas que regulen la vida institucional y social.
En el marco de ello, adquiere pleno sentido y proyección social el discurso y defensa de los derechos humanos. El ciudadano los adopta como parte de su repertorio de derechos en tanto persona moral y, por tanto, en su carácter de fuente auto-originante de pretensiones los reclama como parte de la estructura social que debe regularse a partir de los principios de justicia escogidos. La legitimación o deslegitimación del orden social-estatal a partir del sentido, criterios y principios de justicia de la ciudadanía, incluye el respeto, garantía y consolidación de los derechos humanos como parte estructural del orden institucional de la sociedad en su conjunto.
Esta fundamentación de los derechos humanos supera la dicotomía entre derechos naturales y derechos positivos, al incluir los primeros como presupuestos de un procedimiento de argumentación y los segundos como resultado ya institucional del mismo pero dejando abierta siempre la posibilidad de que la sociedad civil determine, desde su situación, necesidades y capacidad de consensualización, el carácter incondicional de los mismos y su consecuente reconocimiento formal por parte del orden social-estatal.
3.3. Cultura para la democracia.
En la linea del razonamiento anterior, podemos entonces reconocer el aporte sustancial del planteamiento noecontractualista y sus implicaciones para el desarrollo moral, político e institucional de la democracia, sea cual sea el carácter y el nivel en que se encuentren. La posibilidad de que a través de un procedimiento de argumentación el ciudadano pueda discutir la problemática social desde un espacio consensual-hermenéutico legítimo constituye la polea que permite articular lo privado y lo publico, separados radicalmente por las reestructuraciones sufridas por el Estado y el poder.
El procedimiento discursivo claramente orientado a perfeccionar, tanto el sentido de justicia como la justicia institucional, no solo le señala a la teoría moral su horizonte político-social sino que permite, desde ello, ensanchar la base moral del contrato democrático y propender por una transformación equitativa de sus estructuras sociales. El procedimiento de argumentación logra reunir en un sólo espacio discursivo la contextualidad ética y la universalidad moral. Ambos son subsumidos como la posibilidad de discutir los principios de justicia no solo desde condiciones que garantizan la razonabilidad universal de los mismos sino que permite hacerlo desde las creencias generales que una cultura pública posee sobre la justicia y la moral.
El procedimiento de argumentación permite contrastar los principios de justicia, tanto con la realidad como con las propias concepciones éticas de la sociedad, lo que posibilita un intercambio permanente entre ambas esferas, sin caer en los excesos del universalismo sin solidaridad efectiva, ni en el contextualismo sin punto de referencia universal. En esa dirección, el procedimiento de argumentación no está muy lejos de ser un "espacio hermenéutico", la posibilidad de permitir una "fusión de horizontes" [37] entre las partes, una vez esclarecidos los preconceptos que pudieran viciar un diálogo abierto. Tampoco difiere de los planteamientos de la ética discursiva, cuyos principios de argumentación moral y universalización son perfectamente congruentes y complementarios a la construcción procedimental [38] .
La concepción neocontractualista de la justicia está todavía por ser explorada en todas sus connotaciones. En latitudes como la latinoamericana, sus contenidos adquieren sesgos radicales desde los cuales criticar los excesos, las deficiencias y los enmascaramientos de sistemas institucionales arbitrarios, deficientes y amañados, tanto desde una perspectiva político-moral como desde una visión jurídico-institucional. Pero su mérito debe encontrarse en su potencialidad educativa, en la posibilidad de cualificar a través suyo la cultura política democrática que se ha empobrecido, tanto por la manipulación ideológica de unos como por la ceguera conceptual de otros, y en garantizar, a través de ello, criterios para el respeto y la plena vigencia de los derechos humanos, en tanto bienes sociales primarios, en estas sociedades. No hay democracia mientras esta no sea convalidada por la participación activa de la ciudadanía en todos y cada uno de los aspectos que conciernen su vida diaria, máxime cuando ellos afectan sus más elementales derechos de susbsistencia y respeto a su dignidad humana.
Conclusión.
El discurso de los derechos humanos ha oscilado ciclicamente entre los extremos de la denuncia de izquierda, por la violación de los mismos por parte del Estado, o la apología de las medidas respectivas, por parte de los organismos estatales encargados de su defensa. La defensa de los derechos humanos es reivindicada por unos y denunciada por otros sin que nadie sepa, a ciencia cierta, que derechos se invocan o se violan y sobre que tipo de normatividad moral se fundamentan.
Ambas posiciones han propiciado con esto la polarización del discurso sobre los derechos humanos y su consecuente vacio allí donde reside potencialmente su fuerza: en el seno de la sociedad civil. Ante argumentos antagónicos de parte y parte, en los cuales facilmente se pierde un criterio orientador, la opinión pública se ve presa en un fuego cruzado de aseveraciones que la confunden e impiden su toma de posición fundamentada, firme y autónoma frente a una problemática que la afecta particularmente.
En medio de esta oscilación de posiciones irreconciliables, al fragor de denuncias y combates, la sociedad civil pierde todo referente desde el cual exigirle al Estado y a la subversión el respeto recíproco de los mínimos derechos humanos de la sociedad civil que ambas partes en contienda tienden a atropellar. Pero si el miedo puede ser el elemento que imponga la necesidad de precisar estos derechos y exigir su respeto consecuente a las partes en conflicto, no basta su efecto aglutinador para definir que es lo que unos y otros deben respetar como derechos inalienables de la ciudadanía.
Ante unas denuncias de violación de derechos humanos que no definen normativamente esos derechos y ante códigos que pretenden definirlos juridicamente pero que no logran entroncarse con el ethos de su pueblo, la única opción es la de que la misma sociedad civil defina los derechos humanos mínimos, evidentes e inalienables, para exigir que sean respetados por unos y otros y no puedan ser tergiversados por sus mutuas perspectivas.
En este punto Hobbes muestra claramente, en la enunciación de la Ley Fundamental de Naturaleza, cuales son los derechos mínimos que la sociedad civil, por encima o por debajo de las leyes positivas o de quienes pretenden subvertirlas, nunca y en ninguna circunstancia puede enajenar ni en el Estado ni en las vanguardias subversivas: el derecho a la paz y el derecho a la vida y la defensa consecuente de estos por todos los medios posibles. En ellos reside, además, la posibilidad del derecho de resistencia ante todos aquellos que pretendan atropellarlos [39] .
Si el Estado, como depositario del pacto de poder que la sociedad civil le ha transferido, tiene la obligación institucional de que el contrato social sea respetado y, por ende, es consecuente su acción contra la subversión que atenta contra el mismo y, por lo tanto, contra la vida y la paz de la sociedad civil, también es cierto que él mismo debe respetar esos derechos mínimos que fueron los que motivaron el pacto de unión.
Si la sociedad civil toma conciencia de estos mínimos derechos humanos, de este programa mínimo de derechos humanos que Hobbes plantea con genial sencillez, entonces el discurso sobre el tema deja de extrapolarse y ser objeto de interpretaciones radicalizadas para convertirse en patrimonio ético-moral de la ciudadania desde el cual exigirle, tanto al Estado como a la subversión, su respeto recíproco.
Solo ello puede, a su vez, fortalecer la democracia en momentos de excepción, y descalificar, ya la extralimitación del Estado, ya la acción subversiva, desde ópticas civiles y posiciones ciudadanas que no puedan confundirse con las del orden institucional, también sujeto a la misma vigilancia de la sociedad civil. Ello no significa poner en el mismo nivel de legitimidad inicial a los protagonistas directos de la contienda, salvo en los casos de reacciones justificadas que, sin embargo, en un primer momento, por lo menos, deberían encausarse por la vía de la desobediencia civil no violenta. Es, más bien, mostrar la importancia que debe y tiene que tener la sociedad civil como un elemento de recíproca contención para que la acción del Estado y la subversión no se desboque.
Además, esa definición de un programa mínimo de derechos humanos y su respectiva interiorización en la sociedad civil, rompe el círculo cerrado de las academias, muchas veces identificadas con las élites, cuyas elucubraciones terminan confundiendo en la ciudadanía el contenido concreto y evidente de estos derechos en la misma, consolidando con ello la polarización del discurso entre los extremos y desarmando, con sus excesivas conceptualizaciones, a la sociedad civil de los elementos de análisis inmediatos que precisan para la fundamentación de sus posiciones.
Los derechos humanos no son patrimonio del Estado, ni de la subversión, ni de los círculos académicos. Es la sociedad civil quien los reclama, quien precisa su definición, quien exige su respeto. Ello, no para entorpecer la acción del Estado y favorecer la de la subversión, o viceversa, sino para garantizar su plena vigencia entre la sociedad civil. De allí la actualidad de Hobbes y su irrefutable afirmación de que es en la sociedad civil, en toda época y circunstancia, donde reside el criterio natural para su mínima fundamentación.
El planteamiento de Hobbes puede ser complementado con los dos principios formulados por Rawls en su Teoría de la Justicia, junto al de los bienes sociales primarios, base sustancial de las deliberaciones al interior de la posición original, y, finalmente, dos derechos políticos esenciales en una sociedad democrática: el derecho a la objeción de conciencia y el derecho a la desobediencia civil.
De lo anterior podría inferirse el siguiente programa mínimo de derechos humanos, como contribución final a la discusión a la cual desea invitar este ensayo:
1.-
Derecho a la paz;
2.-
Derecho a la vida;
3.-
Derecho a igual libertad para todos, en el sentido de que:
a.
una libertad menos extensa debe reforzar el sistema total de libertades compartido por todos; y,
b.
una libertad menor que la libertad igual debe ser aceptada por aquellos que detentan una libertad menor;
4.-
Derecho a la diferencia y la justa igualdad de oportunidades, en el sentido de que:
a.
la desigualdad de las oportunidades debe aumentar las oportunidades de los que tengan menos;
b.
una cantidad excesiva de ahorro debe mitigar el peso de aquellos que soportan esta carga;
5.-
Derecho a los bienes sociales primarios que permitan la plena realización de la persona y la ciudadanía democrática;
6.-
Derecho a una justicia procedimental pura;
7.-
Derecho a la objeción de conciencia y la desobediencia civil.
Todo esto supone un modelo de democracia consensual donde la soberanía resida, sin mediaciones de segundo orden, en la opinión pública de la ciudadanía, en el poder comunicativo de la sociedad civil para determinar los contenidos de justicia social requeridos para convivir en paz, en el marco de un sistema que garantice minimamente las expectativas de los diferentes sujetos colectivos que apoyan el marco institucional en cuanto ha sido fruto de su concertación y es susceptible de todos los cambios que la ciudadanía considere imperativos para su adecuación a sus necesidades mundo-vitales.
La objeción de que tal propuesta no es apta para estas sociedades solo pueden provenir de los sectores interesados en mantener el espectro de privilegios económicos, políticos, sociales o culturales que una sociedad profundamente desigual les ha permitido proporcionarse: todo pueblo, por ignorante y atrasado que parezca ser, interpreta sus circustancias vitales, afectadas por el marco económico-político de una sociedad dada en un momento dado, y fija una posición al respecto.
En esa conciencia y voz ciudadanas que, entre más se ilustre sobre los problemas y eventuales soluciones que le planteen, mejor capacidad desarrolla para emitir una posición madura y consistente, reside el poder comunicativo de la sociedad civil que tiene que ser traducido en poder administrativo para que el pueblo deje de ver al derecho, a sus intelectuales-representantes-funcionarios y a las instituciones de todo orden como poderes extraños, enajenados y hostiles a sus necesidades e intereses.
Esa conciencia y esa voz existen, se expresan, resisten y sobreviven cotidianamente en nuestras sociedades. Y si a través de una nuevo paradigma jurídico-político no aprendemos a tenerlas en cuenta estructuralmente, la sociedad en la que vivimos terminará desgarrada por conflictos internos irresolubles, deslegitimada por la gran mayoría de sujetos colectivos que ya no pueden ni quieren creer en ella por que nada les ofrece. Esa sociedad de desigualdades, privilegios e injusticias terminará siendo sólo el espejismo, en trance de desvanecerse, de una élite sorda, aislada y -lo que es peor- sitiada, sin otra oportunidad sobre la tierra.
* * *
NOTAS:
* Profesor Asociado de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia. Profesor de Teoría Jurídica de la Facultad de Derecho de la Universidad de Los Andes. Filósofo (U.Nacional), Diplomado en Estudios Humanísticos (U. del Rosario), Especialista en Filosofía Contemporánea (Georgetwon University, Washington D.C.), Maestría y Doctorado en Filosofía Política y Filosofía del Derecho (Pacific University, Los Angeles). Actualmente, adelanta un (post)Doctorado en el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional. Autor de La Problemática Iusfilosófica de la Obediencia al Derecho y la Justificación Constitucional de la Desobediencia Civil (Bogotá, Unibiblos, 2001), Derecho, Legitimidad y Democracia Deliberativa (Bogotá, Témis, 1998), Justicia y Democracia Consensual (Bogotá, Siglo del Hombre, 1997), Estudio Preliminar a John Rawls, El Derecho de los Pueblos (Bogotá, Ediciones Uniandes, 1996), El Humanismo Crítico Latinoamericano (Bogotá, M&T Editores, 1993).
[1] Victoria Camps, "Presentación" en Victoria Camps (ed.), Concepciones de la Etica, Madrid: Trotta, 1992.
[2] Hans Küng, Teología para la Postmodernidad, Madrid: Alianza Editorial, 1989.
[3] Jürgen Habermas, Teoría de la Acción Comunicativa (Tomo I), Buenos Aires: Editorial Taurus, 1990.
[4] Jürgen Habermas, Ciencia y Técnica como Ideología, Madrid: Editorial Tecnos, 1984.
[5] Nicos Poulantzas, Poder Político y Clases Sociales en el Estado Capitalista, México: Editorial Siglo XXI, 1976.
[6] Michel Foucault, "Nuevo orden interior y control social" en Revista Viejo Topo (Extra No.7), Barcelona, 1976.
[7] Miguel Morey, Lectura de Foucault, Madrid: Editorial Taurus, 1983.
[8] Michel Foucault, Historia de la Sexualidad (Tomo 1), México: Editorial Siglo XXI, 1984.
[9] Roland Barthes, Discurso Inaugural, México: Editorial Siglo XXI, 1985.
[10] Elias Canetti, Masa y Poder, Madrid: Alianza Editorial, 1987.
[11] Jean Francois Lyotard, La Condition Postmoderne, Paris: Editions de Minuit, 1988.
[12] Jürgen Habermas, Ciencia y Técnica como Ideología, Madrid: Tecnos, 1984.
[13] Gianni Vattimo, La Sociedad Transparente, Barcelona: Editorial Paidos, 1990.
[14] Jürgen Habermas, Teoria de la Acción Comunicativa (Tomo II), Buenos Aires: Editorial Taurus, 1989.
[15] Fredric Jameson, El Postmodernismo o la Lógica Cultural del Capitalismo Avanzado, Barcelona: Editorial Paidos, 1991.
[16] Platón, "La República" (Libro VII) en Diálogos, México: Editorial Porrúa, 1975.
[17] Nicos Poulantzas, Poder Político y Clases Sociales en el Estado Capitalista, México: Editorial Siglo XXI, 1976.
[18] Louis Althusser, Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado, Bogotá: Editorial Tupac Amaru, 1974.
[19] Wilhelm Reich, El Análisis del Carácter, Buenos Aires: Editorial Paidos, 1978.
[20] George Novack y otros, La Ley del Desarrollo Desigual y Combinado, Bogotá: Editorial Pluma, 1977.
[21] Fernando Calderón y Mario Dos Santos, Hacia un Nuevo Orden Estatal en América Latina, Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica, 1991.
[22] Norbert Lechner, "La democratización en el contexto de una cultura posmoderna" en Herman Herlinghaus y Monika Walter (Edrs.), Posmodernidad en la Periferia, Berlin: Langer Verlag Berlin, 1994, pp. 197-198.
[23] Ibid., pp. 198-199.
[24] Ver, en general, Eduardo Sarmiento, "Evaluación y perspectivas de la apertura" en Varios, Neoliberalismo y Subdesarrollo, Bogotá: El Ancora Editores, 1992, pp. 168-187.
[25] José Hernandez, "La República de los Periodistas" en Diario El Tiempo, Bogotá: Casa Editorial El Tiempo, Nov. 17 de 1991, p. 1E.
[26] Nestor Garcia Canclini, "Cruces, Arraigos y Deslindes" en Diario El Espectador, Bogotá: Magazin Dominical, Nov. 17 de 1991, pp. 4-8.
[27] N. Lechner, Op. Cit., p. 199.
[28] Ibid., p. 208.
[29] Ibid., p. 209.
[30] Guillermo Hoyos, "Etica y Ciencias Sociales" en Boletin Socioeconómico (No. 26), Cali: Sesión Inaugural de la Maestría en Sociología (Separata), Universidad del Valle, 1993, pp. 102-103
[31] Guillermo Hoyos, "Modernidad y posmodernidad: hacia la autenticidad" en Estudios Sociales (No. 7), FAES, Junio de 1994, p. 62.
[32] Sobre el concepto de preformas socio-jurídicas ver Gustav Radbruch, "Los problemas de la filosofía del derecho" en Introducción a la Filosofía del Derecho, México: F.C.E., 1993.
[33] Para una visión estructuralista del marxismo y del concepto de estado democrático como dialéctica de fracciones en el poder ver Nicos Poulantzas, "El bloque en el poder" en Poder Político y Clases Sociales en el Estado Capitalista, México: Siglo XXI, 1976, pp. 387-396.
[34] Adela Cortina, "La razón filosófica como razón jurídica" en Emmanuel Kant, La Metafísica de las Costumbres, Bogotá: Técnos, 1989, pp. xxiv-xxv.
[35] Para una recepción de la propueta rawlsiana ver Oscar Mejìa Quintana, Derecho, Legitimidad y Democracia Deliberativa, Bogotá: Témis, 1998; y Justicia y Democracia Consensual, Bogotá: Siglo del Hombre, 1997.
[36] John Rawls, "El constructivismo kantiano en teoría moral" en Justicia como Equidad, Madrid: Tecnos, 1986.
[37] H.G. Gadamer, Verdad y Método, Salamanca: Ediciones Sígueme, 1984.
[38] Jürgen Habermas, Conciencia Moral y Acción Comunicativa, Barcelona: Editorial Península, 1991.
[39] Thomas Hobbes, Leviathan (Cap. XIV) London: Penguin Books, 1968.